La maternidad te obliga a mirar hacia atrás: Entrevista a Rebeca Marsa.

En esta conversación, Rebeca Marsa recorre su camino como lectora y escritora, desde una infancia atravesada por los libros y la lectura afectiva, hasta la decisión consciente de asumirse como autora a través del oficio, la academia y la crítica. La entrevista aborda el proceso de escritura como un trabajo riguroso y sostenido, pero también se adentra en los vínculos familiares, la maternidad y la adolescencia como territorios narrativos complejos, donde la autoridad, el cuidado y el desprendimiento entran en tensión. Con una mirada profunda sobre la literatura juvenil, Rebeca reivindica la escritura para jóvenes como un espacio legítimo, sensible y socialmente situado, capaz de interpelar tanto a adolescentes como a adultos.

Rebeca Marsa es una narradora y poeta colombiana formada en la academia. Es comunicadora social con estudios de maestría en Escrituras Creativas y especialización en Creación Narrativa, además de tener formación en Estructuras y Procesos de Aprendizaje por la Universidad Externado. Ha trabajado como consultora, tallerista, docente y periodista cultural. 

Su obra narrativa y poética incluye la novela Como perro sin dueño (2017), publicada en México, y el libro Territorios de duelo (2023). También ha participado en antologías como A fuego cuento (2019) y Pandemia de relatos (2020). Con Panamericana Editorial presenta su más reciente novela, Camino de regreso (2025), una obra que explora la identidad, las expectativas sociales y las complejidades del paso de la adolescencia a la adultez en la Colombia contemporánea.

Camino de regreso es una novela que sigue a Luisa, una joven criada en una familia conservadora cuya vida da un giro inesperado cuando enfrenta un embarazo precoz. Obligada a replantearse su futuro, Luisa se ve confrontada con la tensión entre las expectativas sociales y su propio proceso de identidad, mientras lucha por encontrar sentido y propósito en circunstancias que no escogió. 

La historia también explora las tensiones de género, las desigualdades sociales y los modelos tradicionales de masculinidad a través de personajes que reflejan la complejidad de la vida contemporánea. En medio de la soledad e incertidumbre, la amistad y la sororidad emergen como formas de resistencia y apoyo mutuo, invitando al lector a reflexionar sobre la posibilidad de reinventarse incluso cuando el mundo parece haber decidido tu destino por ti.

Rebeca, muchas gracias por estar aquí en Viajando entre Letras. Para comenzar, cuéntanos ¿cómo llegan los libros a tu vida?

Muchas gracias a ti, Sofía, por este rato para hablar de lo que nos gusta. Los libros han estado en mi vida desde siempre. Yo crecí con libros. Mi madre era una muy buena lectora y eso hizo que los libros siempre estuvieran rondando por ahí. No teníamos lecturas sistemáticas, sino que ella era una lectora de pasiones, de gustos.

En esos tiempos estaba el Círculo de Lectores, y creo que fue algo muy importante para muchas familias porque acercó los libros a los hogares. Mi mamá estaba afiliada, compraba muchos libros y le gustaba mucho leer. Además, mi madre nos leía cuando éramos muy pequeños, eso me permitió conectar la parte afectiva y emocional con el libro. Para mí el libro siempre estuvo connotado como algo de emociones bonitas, de afecto, de sentirme abrazada, arropada. Siempre digo que cuando tengo un libro no estoy sola. Nadie que tenga un libro está solo.

¿Y en qué momento pasas de ser lectora a decir: “quiero escribir”?

Eso sí fue una lucha grande y larga. Yo siempre he creído que desde que tengo memoria escribía. Desde chiquita quería ser escritora. Tanto así que a los nueve años le decía a mi mamá que me quería ganar el Premio Nobel. Y mi mamá me decía: “Claro, mi amor, por supuesto”, y me alimentaba esa fantasía. Siempre tuve ese deseo de ser escritora, pero no lo concreté como un quehacer permanente sino hasta hace relativamente poco. Empecé a escribir regularmente, con intención de publicar, hacia 2015, cuando entré a la maestría en Escrituras Creativas de la Universidad Nacional.

Ahí fue cuando dije: “Voy a tomármelo en serio”. No solo escribir para mí, para guardar en el escritorio, sino escribir para publicar, para que me lean. Asumir el rol de escritora. Ese momento fue clave. Antes estaba ahí, en el fondo del corazón, pero no lo había asumido con responsabilidad. Primero, me vinculé a una especialización en la Universidad Central, que ya no existe; y luego, muy cercanamente, a la maestría en la Universidad Nacional.

Quisiera detenerme en esa decisión de convertirte en escritora pasando por la academia. Muchas veces la escritura se asocia solo con la inspiración, con la musa. ¿Cómo relacionas esa intuición con el paso por la academia? ¿Crees que es importante?

Sí, yo creo que es importante, sobre todo por los recorridos. Yo empecé a escribir con una gran pasión, con un gusto profundo por la escritura desde niña, pero también tenía un espíritu práctico que me decía: “¿Y de qué vas a vivir?”. Yo no vengo de una familia de intelectuales ni tengo una herencia garantizada. Vengo de una familia trabajadora y para vivir tenía que trabajar. Entonces opté por la comunicación, que era una manera de ganarme la vida escribiendo: crónicas, artículos, lo que fuera, pero siempre escribiendo.

Durante mucho tiempo fui escritora en mi mundo privado. Y en algún momento dije: “Yo quiero ser escritora en el mundo público”. Y ser escritora quiere decir publicar libros, tener lectores, tener una vida pública dentro de la escritura. Pero yo era una outsider total del mundo literario. No tenía amigos escritores, poetas, editores. Entonces me pregunté: ¿cómo hago para entrar en ese ecosistema? Porque el mundo literario no es solo escribir, es también edición, publicación, vínculos.

Muchas veces, cuando uno revisa las biografías de escritores, encuentra que tenían un padre intelectual, una madre lectora, un tío editor. Yo no tenía nada de eso. Y no podía simplemente ir de cafetería en cafetería esperando a ver a quién conocía. La vía que encontré fue la academia. Vincularme a programas donde formaban escritores, no solo académicos. Eso me permitió entrar en contacto con personas que escribían, hablar con ellos, aprender del oficio y hacer parte del ecosistema literario en Bogotá.

Rebeca Marsa en su visita a Bogotá para nuestra conversación

Eso que dices es un gran consejo para quienes quieren empezar a escribir y sienten que no tienen contactos ni cercanía con el mundo literario.

Sí, toca. Yo siento que toca. Los jóvenes hoy lo hacen de manera más intuitiva: van a charlas, a eventos culturales, se conectan en universidades, crean redes sin darse cuenta. Pero yo empecé este camino formalmente más tarde, y no tenía tiempo para construir vínculos durante diez años.

Entonces pensé que el camino más corto era estudiar. Y funcionó. Me reencontré incluso con personas que había conocido en mi etapa universitaria y que había dejado de ver cuando me dediqué solo a trabajar. Pero no es solo una cuestión de contactos. La academia te da herramientas muy importantes: acelera procesos, te ofrece lecturas direccionadas, acompañamiento de tutores experimentados y, sobre todo, te enfrenta a la crítica.

El palo que le dan a uno en la universidad es impresionante. Uno sale curado de espanto. Presentas un texto y te lo desarman. Y eso es durísimo para el ego, pero es valiosísimo. Porque aprendes a leer y a leerte. Uno tiende a enamorarse de sus textos. Creemos que todo es maravilloso. Y cuando alguien te dice: “Mire esto, mire aquello”, el golpe de ego es fuerte, pero te madura muchísimo. Aprendes a ser tu propio crítico.

Eso es una de las grandes ganancias de la academia: aprender a leer de verdad, aprender a leerse, madurar como escritora y dejar de sufrir por la crítica.

Eso es clave, porque vemos escritores que reciben una mala reseña y se derrumban.

Claro. Cuando ya te han criticado tanto, aprendes a seguir. Uno entiende que si te elogian es porque te lo mereces, y si te critican, probablemente también. Eso te fortalece muchísimo. 

Este es tu tercer libro publicado. Has participado también en otras colecciones. ¿Qué diferencias ves entre tu primer libro y este tercero?

Es un gran logro, sí, ya voy por tres. Porque no se trata solo de llegar, sino de sostenerse.

Mi primera novela la quiero mucho. Fue supremamente trabajada, durante muchos años. Este libro también tiene mucho trabajo detrás, pero siento que ahora escribo con más herramientas, con mayor conocimiento de mí misma como escritora. No es que sea fácil, nunca lo es, pero lo hago un poco más rápido y con más claridad. Y además son libros muy distintos. A mí me interesa no repetirme, que cada libro tenga su propia propuesta narrativa, su propio mundo.

Este libro lo pensé más. El anterior lo escribía y luego tenía que devolverme muchas veces. Aquí hubo más reflexión previa.

En este libro hay una vuelta muy fuerte a la adolescencia y a la relación madre–hija. ¿De dónde surge ese interés?

Surge de varios lugares. Por un lado, de mi experiencia personal como madre. Yo tengo una hija adolescente y la adolescencia es una etapa profundamente desafiante. No solo para los hijos, sino también para los padres. Es una etapa donde se reconfiguran las relaciones, donde la autoridad se pone en cuestión, donde uno deja de ser el centro del mundo de los hijos.

Eso me llevó inevitablemente a mirar mi propia adolescencia. A preguntarme cómo fui yo como adolescente, cómo fue mi relación con mi madre, qué cosas quedaron pendientes, qué heridas siguen ahí, qué incomodidades no se resolvieron. La maternidad te obliga a mirar hacia atrás. No solo hacia tus padres, sino hacia la niña y la adolescente que fuiste. Y esa mirada no siempre es cómoda. Aparecen culpas, reproches, silencios, cosas que no se dijeron.

Este libro nace de esa necesidad de volver, de revisar esos vínculos, de pensar qué significa ser madre hoy, pero también qué significó ser hija.

Hay una tensión constante entre el deseo de proteger y la necesidad de soltar. ¿Eso fue consciente desde el inicio?

Sí, totalmente. Yo quería hablar de esa tensión porque es una de las más dolorosas y complejas de la maternidad. Uno quiere proteger, pero proteger demasiado también puede asfixiar. Y soltar duele, pero es necesario. En la adolescencia, los hijos necesitan separarse, necesitan romper, necesitan cuestionar. Y eso a los padres nos descoloca profundamente. Porque uno siente que pierde el control, que pierde el lugar. Quise trabajar esa incomodidad. No romantizarla. Mostrar que es difícil, que duele, que genera miedo, pero que también es parte del crecimiento.

También aparece con fuerza el tema de la autoridad. ¿Cómo lo abordaste?

La autoridad es un tema central. Porque durante mucho tiempo se pensó la autoridad como algo vertical, incuestionable. Y hoy eso está completamente en crisis. Los adolescentes no aceptan la autoridad solo porque sí. Entonces los padres quedamos en un lugar muy complejo: queremos ser cercanos, comprensivos, dialogantes, pero al mismo tiempo necesitamos poner límites. Y encontrar ese equilibrio es dificilísimo.

En el libro quise mostrar esa fragilidad de la autoridad. Esa sensación de no saber muy bien cómo ejercerla sin caer en el autoritarismo ni en la permisividad total.

Rebeca Marsa con su más reciente publicación: Camino de regreso.

Este libro está dirigido a un público juvenil, pero claramente interpela a los adultos. ¿Cómo piensas la literatura juvenil?

Para mí la literatura juvenil es literatura, a secas. No creo que sea un género menor ni una etapa de transición hacia “la gran literatura”. Es un espacio profundamente complejo, sensible y potente. Los jóvenes viven emociones muy intensas, conflictos muy profundos, preguntas existenciales enormes. Y merecen libros que no los subestimen, que no los infantilicen, que no les den respuestas fáciles. Yo escribo pensando en lectores inteligentes, sensibles, críticos, independientemente de su edad. Si un adulto se siente interpelado por un libro juvenil, me parece maravilloso.

Hay también una mirada social muy clara. No es solo una historia íntima.

Sí, porque ninguna historia íntima está desligada de lo social. Las familias no existen en el vacío. Están atravesadas por contextos económicos, culturales, históricos. Me interesa mucho mostrar cómo esos contextos influyen en las relaciones, en las decisiones, en los silencios. La adolescencia hoy no es la misma que hace treinta años. Las presiones son otras, los miedos son otros, los discursos también.

Quería que eso estuviera presente, sin convertir el libro en un panfleto, pero tampoco ignorándolo.

Para cerrar, ¿qué te gustaría que quedara en los lectores después de leer este libro?

Me gustaría que quedara una sensación de acompañamiento. Que quien lo lea sienta que no está solo en sus dudas, en sus miedos, en sus contradicciones. No me interesa dar lecciones ni moralejas. Me interesa abrir preguntas, generar empatía, permitir que el lector se reconozca en los personajes.

Si después de cerrar el libro alguien piensa un poco distinto su relación con su madre, con su hija, con su adolescencia, o incluso consigo mismo, para mí eso ya es muchísimo.

Rebeca, muchísimas gracias por tu tiempo.

Gracias a Panamericana Editorial por hacer posible este encuentro.

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